ADELANTA LA NOCHE
Como puede imaginarse el lector, al primer aviso de que los masais estaban cerca, todos los moradores de la estación misionera buscaron refugio dentro de los muros de piedra, formando grupos y hablando de los terribles masais y de sus crueles costumbres, así como de la suerte que debían esperar, si tan formidables bandidos conseguían asaltar la fortaleza.
Apenas decidirnos seguir el plan de Umslopogaas, Mackenzie envió a buscar cuatro chiquillos de doce a quince años, de los más inteligentes, y les ordenó que se apostaran en ciertos puntos, a fin de que vigilaran el campamento masai y vinieran de vez en cuando para referirnos lo que ocurría. Otros muchachos, y hasta mujeres, se estacionaran en diversos puntos del muro, a fin de prevenir una sorpresa posible.
Después fueron llamados los veinte hombres que componían el ejército disponible, y también nuestros cuatro ascaris, situándose todos en el patio, cerca del gran pino, junto al cual se instaló Mackenzie teniendo a un lado a su desventurada esposa, que, sentada en un sillón, ocultaba el rostro entre las manos, y al otro a Alfonso, que, por cierto, estaba inquieto y nervioso.
Detrás del misionero se situó Umslopogaas, apoyado en su hacha, como de costumbre. La blanca luz de la luna, penetrando por entre las ramas, prestaba cierto encanto a la escena, en tanto que el rumor del viento, agitando las hojas, añadía alguna tristeza a la que ya de suyo era suficientemente trágica ocasión.
-Amigos -dijo Mackenzie después de exponer el caso que los reunía allí con toda la claridad posible, y el plan propuesto–, por espacio de muchos años he sido vuestro amigo; os he librado de males a vosotros y a los vuestros, y a mi lado habéis prosperado. Habéis visto a mi hija, el “Lirio de agua”, como vosotros la llamáis, crecer y convertirse primero en niña y más tarde en doncella: ella ha sido la compañera de vuestros hijos, ella os ha cuidado cuando estabais enfermos, os ha amado a todos.
-Así es -dijo una voz varonil- y moriremos por salvarla.
-Os lo agradezco con todo mi corazón. Estoy seguro de que en esta hora de terrible ansiedad, cuando su vida corre peligro de ser cortada por esos crueles salvajes, que, realmente, no saben lo que hacen, haréis todo lo posible por salvarla y salvarnos de la desesperación a su madre y a mí. Pensad también en vuestras esposas y en vuestros hijos, si ella muere: a su muerte seguirá un formidable ataque, y aun cuando tal vez resistiríamos, destruirían nuestros hogares, destrozarían nuestros sembrados y se llevarían nuestros ganados. Como sabéis bien, soy hombre de paz: nunca he levantado mi mano para derramar sangre humana; pero ahora os digo: ¡Matad; matad en nombre de Dios, que nos ordena proteger nuestra vida y nuestros hogares! ¡Juradme -añadió con fervor creciente-, que lucharéis conmigo y con los blancos que me acompañan para salvar a mi hija de una muerte sangrienta y cruel!
-¡No digáis más, padre! -dijo la misma voz que había hablado antes y que pertenecía a uno de los ancianos de la misión-. ¡Lo juramos! ¡Que nosotros y todos los nuestros muramos como perros, y nuestros huesos sean deshechos por los chacales, si faltamos a este juramento! Es terrible que, siendo tan pocos, nos veamos forzados a atacar a tantos; pero lo haremos, y venceremos o moriremos. ¡Lo juramos!
-¡Todos decimos lo mismo! -añadieron a una los demás.
-Está bien -agregó Mackenzie-. Sois leales, y puedo confiar en vosotros. Y ahora, amigos, blancos y negros, postrémonos y dirijamos nuestras humildes súplicas al Dios omnipotente, que tiene nuestra vida en sus manos, y la da y la quita según su voluntad, para que se digne fortificar nuestros brazos, a fin de que consigamos la victoria en el combate que nos espera.
El misionero se arrodilló, y todos, excepto Umslopogaas, seguimos su ejemplo. El altivo zulú no tenía dioses ni adoraba a nadie más que a su hacha.
—¡Dios de dioses! -exclamó el misionero elevando su plegaria con voz trémula por la emoción en medio de un silencio profundo-. ¡Protector de los oprimidos, refugio de los que están en peligro, guardián de los indefensos: oye nuestra súplica! ¡Padre todopoderoso, a Ti acudimos: óyenos! ¡La niña que nos has dado, cándida e inocente, está a merced de los puñales, en peligro de una muerte terrible, en manos de hombres salvajes! ¡Vela tú!, ¡Oh, Dios, por ella, y confórtala! ¡Sálvala, oh Padre celestial! ¡Dios de las batallas, que preparas nuestras manos para la guerra y nuestros dedos para las luchas en cuya fortaleza se oculta el destino de todos los hombres: está con nosotros en la hora del peligro! ¡Cuando nos acerquemos al valle de sombra de muerte, danos fortaleza para salir victoriosos! ¡Esparce a nuestros enemigos, y disminuye su poder abatiendo su necio orgullo! ¡Acompáñanos con tu protección, y arroja sobre nosotros el escudo de tu poder! ¡No nos olvides, Señor, auxílianos contra esos bandidos que despedazan a nuestros pequeñuelos! ¡Oye, oh Dios, nuestra plegaria! ¡Te pedimos por los que, arrodillados ahora en tierra ante Ti, podamos estar al alba en tu presencia, delante de tu Trono! ¡Lava nuestros pecados, oh, Dios, y recibe a los espíritus que vuelen a Ti en ese reino celestial! ¡Dios de las batallas, oye nuestra plegaria!
Después de un momento de silencio, todos nos levantamos y empezamos a prepararnos para la lucha. Como Umslopogaas dijo, ya era tiempo de callar y obrar. Diéronse instrucciones a todos los hombres, designando los que habían de componen los diversos grupos, y, después de serias deliberaciones, convinimos en que los diez capitaneados por Good no llevaran arma de fuego, excepto éste, que podía hacer uso de su revólver en caso de necesidad, a fin de que no hirieran inadvertidamente a alguno de los nuestros. Las armas blancas convenían mejor a su situación, y las repartimos entre ellos, reservándonos las de fuego para nuestros dos grupos, entre los cuales repartirnos rifles y municiones. Afortunadamente, todos los hombres de Mackenzie sabían manejar un fusil.
En cuanto a Umslopogaas, no necesitaba más arma que su hacha. El, Curtis y un ascari tenían que guardar la entrada para evitar que los masais escaparan, y tampoco necesitaban fusiles para el caso. Como Mackenzie tenía provisión de hachas, sir Enrique y el wakwafí escogieron las que más les convenía, y Umslopogaas las afilo con esmero.
Una vez terminados todos los preparativos, fui a mi habitación y abrí una caja de zinc que no se había abierto desde que salimos de Inglaterra, y que contenía cuatro cotas de malla.
En un viaje anterior hecho por los tres a otra parte de África, debimos la vida a unas corazas hechas por los indígenas, y, recordando el caso, antes de emprender nuestra arriesgada expedición, procuré proveerme de unas cuantas; cosa difícil hoy, porque es un arte extinguido. Pero como en Birmingham pueden hacer todo lo que se quiera, pagándolo, me hicieron las más hermosas que imaginarse puede, del mejor acero.
Aquellas cotas no eran de acero brillante, sino pardo y obscuro, forradas con una gamuza lavable. La que yo había de usar me sentaba tan bien como un guante, y podía usarla a raíz de la carne sin que se notara que la llevaba puesta. La de sir Enrique era de las llamadas de combinación, y protegía el cuerpo hasta las rodillas. A las corazas acompañaban sendas gorras de paño obscuro forradas con planchuelas de acero que protegían perfectamente la cabeza.
Parece raro hablar de cotas de malla en estos días de balas y cañones; pero, cuando hay que vivir entre salvajes, expuestos a armas como las hachas y los puñales, el único medio de ser invulnerable consiste en proveerse de ellas. Si el Gobierno inglés las hubiera usado en las guerras con los salvajes, especialmente con los zulúes, muchos hombres notables, muertos ya y hasta olvidados, estarían vivos aún.
En la ocasión a que voy refiriéndome, nos fueron muy útiles, y como Curtis tenía dos y prefirió ponerse la de combinación, indiqué la conveniencia de prestar la otra a Umslopogaas, toda vez que él había de ocupar el sitio más peligroso. El zulú se resistía a vestir aquella prenda, diciendo que siempre se había batido con su propia piel y había salido victorioso; pero cuando le demostré que usándola se encontraría con ambos brazos libres, por no necesitar escudo, cedió al instante y se apresuró a ponerse el “pellejo de hierro”, como él mismo dijo con mucha oportunidad.
Era la una de la mañana, y algunos de los enviados volvieron diciendo que los masais después de comer carne de novillo en cantidad enorme y de beber su sangre, se habían dormido en torno de las hogueras, dejando centinelas apostados en cada una de las entradas del kraal. Flossie estaba sentada al lado del muro, en el centro del lado occidental, entre la negra y el burro con los pies atados y rodeada de masais.
Como nada nos quedaba ya que hacer hasta la hora de partir, tomamos algún alimento y nos retiramos a descansar un par de horas, Umslopogaas se tiró en el suelo, y a los cinco minutos dormía profundamente. No sé lo que ocurriría a los demás; pero yo no pude hacer otro tanto: confieso francamente que me sentía asustado, y que una vez pasado el primer entusiasmo y contemplando con frialdad la empresa en que nos habíamos metido, me veía obligado a decir que no me agradaba. Eramos treinta hombres solamente, muchos de los cuales estaban poco acostumbrados a luchar, e íbamos a pelear con doscientos cincuenta salvajes de los más fieros y formidables del África, protegidos, para mayor desgracia nuestra, por un muro de piedra.
Era, en realidad, una empresa loca; tanto más difícil, cuanto que era casi imposible ocupar nuestras posiciones sin llamar la atención de los centinelas, en cuyo caso habría llegado nuestra última hora, porque el campamento en masa se echaría sobre nosotros. Nuestra esperanza consistía sólo en atacarlos por sorpresa.
El lecho donde yo yacía haciendo tales reflexiones estaba cerca de una ventana abierta que daba al jardín, y desde allí sentí que alguien lloraba y se lamentaba. No pudiendo cornprender lo que era, me asomé a la ventana, y vi una persona arrodillada en el jardín golpeándose el pecho. Reconocí a Alfonso, y le pregunté qué era lo que estaba haciendo.
-¡Ah, monsieur! -suspiró–. Estoy rogando por el alma de los que van a perecer esta noche acuchillados por mi mano!
-¿De veras? -Te dije-. En ese caso, me alegraría que encomendaseis a Dios esas almas con un poco más de silencio.
Alfonso se retiró y no le oí quejarse mas. Pasó tiempo, y sentí que Mackenzie me llamaba a media voz.
-¡Las tres -dijo-; a la media echaremos a andar!
Le rogué que entrase en mi cuarto, y, en honor a la verdad, debo decir que al verlo hubiera soltado la más ruidosa carcajada, si hubiese tenido aliento siquiera para reír: tal era la facha que hacía con el estrambótico y heterogéneo traje que se había puesto. En la cintura, pendientes de un cinturón, llevaba varias armas y cuchillos, entre los cuales el que más me llamo la atención fué un trinchante.
Poco a poco fueron presentándose en la galería mis compañeros, cada cual vestido como Dios le dió a entender; y, entretanto, Umslopogaas, en el patio, debajo del pino, reunía a la gente e inspeccionaba su armamento. En los últimos momentos efectuamos un cambio en el programa. Hallando que dos hombres de los que habían de ir con nosotros no sabían manejar armas de fuego, y eran, en cambio, muy diestros en el uso de la lanza, les quitamos los rifles, y dándoles lanzas y escudos, los incorporamos al grupo de Curtis, Umslopogaas y el ascari, alegrándonos del suceso, porque en realidad, por muy fuertes y valerosos que éstos fueran, eran pocos para sitio tan peligroso,